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sábado, 14 de noviembre de 2009

Dalai Lama - Niveles de compromiso


MEDIANTE EL DESARROLLO de una actitud de responsabilidad hacia los demás podemos comenzar a crear ese mundo más amable y más compasivo con el que todos soñamos. El lec¬tor puede estar de acuerdo o no con mi defensa de la responsa¬bilidad universal, pero si es cierto que, habida cuenta de la na¬turaleza ampliamente interdependiente de la realidad, nuestra distinción habitual entre el yo y el otro es en cierta medida una exageración insostenible, y si sobre esta base no me equivoco cuando doy a entender que nuestro objetivo debiera ser la am¬pliación de nuestra compasión hacia todos los demás, resulta imposible evitar la conclusión de que la compasión, que lleva im¬plícita la conducta ética, es algo que pertenece por derecho pro¬pio al meollo mismo de todos nuestros actos, tanto individuales como sociales. Por si fuera poco, aunque es cierto que los detalles quedan abiertos a debate, estoy convencido de que la responsa¬bilidad universal implica que la compasión también pertenece por derecho propio al campo de la política. La compasión nos manifiesta algo importante sobre el modo en que hemos de con¬ducir nuestra vida cotidiana si deseamos ser felices del modo en que antes definí la felicidad. Cuando digo esto, confío en que esté bien claro que no pretendo convocar a nadie para que re¬nuncie a su modo de vida actual y para que adopte una nueva reglamentación o una nueva manera de pensar. Al contrario, mi intención consiste en dar a entender que, manteniendo su modo de vida cotidiano, el individuo puede cambiar y puede conver¬tirse en un ser humano mejor, más compasivo, más feliz en defi¬nitiva. Y siendo individuos mejores y más compasivos podemos comenzar a poner en práctica nuestra revolución espiritual.

El trabajo de una persona que se dedica a una humilde ocu¬pación no es menos relevante para el bienestar de la sociedad que el de un médico, un profesor, un monje o una monja. Todas las dedicaciones humanas son potencialmente grandes y nobles. Siem¬pre que las desarrollemos con una buena motivación, pensando que «mi trabajo es para los demás», su resultado será beneficio¬so para la comunidad global. En cambio, cuando brilla por su ausencia la preocupación por los sentimientos y el bienestar de los demás, nuestras actividades tienden a desbaratarse y frustrar¬se. Con la ausencia de ese sentimiento humano tan elemental, la religión, la política, la economía y tantas otras cosas pueden con¬vertirse en mera porquería. En vez de estar al servicio de la hu¬manidad se convierten en agentes de su destrucción.

Por consiguiente, además del desarrollo de un sentido de la responsabilidad universal, es preciso que seamos en efecto perso¬nas responsables. Hasta que no pongamos nuestros principios en práctica, nuestros principios no pasarán de ser lo que son, esto es, meros principios. Por eso, es apropiado que, por ejemplo, un político que sea genuinamente responsable se conduzca con ho¬nestidad e integridad. Es apropiado que un hombre o una mujer dedicados a los negocios consideren las necesidades de los demás en todas las empresas que inicien. Y es apropiado que un aboga¬do use su condición de experto para luchar por la justicia.
Desde luego que es difícil precisar con toda exactitud cómo ha de configurarse nuestro comportamiento debido a un sólido compromiso con el principio de la responsabilidad universal. Por eso mismo, debo decir que no tengo en mente ningún criterio particular; tan sólo espero que si lo que aquí escribo tiene senti¬do para el lector, éste se esforzará por ser compasivo en su vida cotidiana, y que a raíz de ese sentido de responsabilidad hacia todos los demás haga todo lo que esté a su alcance para ayu¬darlos. Cuando uno pasa por delante de un grifo que gotea, sin duda se detiene a cerrarlo. Si uno es practicante de una religión y mañana mismo se encuentra con alguien que pertenece a otra tradición religiosa, sin duda le manifestará el mismo respeto que espera que esa otra persona le manifieste. Si es científico y com¬prueba que las investigaciones a que se dedica pueden causar al¬gún perjuicio a los demás, por puro sentido de la responsabilidad desistirá de seguir adelante. De acuerdo con nuestros propios re¬cursos, no sin antes reconocer las limitaciones de nuestras pro¬pias circunstancias, hemos de hacer lo que esté en nuestra mano. Al margen de algo tan sencillo como esto, no invoco ninguna otra clase de compromiso. Y si hay días en que nuestros actos son más compasivos que otros, bueno, no hay por qué preocu¬parse: es normal. Del mismo modo, si lo que digo no parece útil, tampoco tiene importancia. Lo que de veras cuenta es que todo lo que realicemos por los demás y todos ios sacrificios que ha¬gamos sean voluntarios y surjan de la comprensión del beneficio que puede resultar de tales actos.

Durante una reciente visita a Nueva York, un amigo me co¬mentó que el número de los multimillonarios que hay en Norte¬américa había experimentado un notabilísimo incremento: hace unos cuantos años eran diecisiete, y hoy son varios centenares. Al mismo tiempo, los pobres siguen siendo pobres y en no pocos casos son incluso más pobres. Esto me resulta algo completamente inmoral, y es también una fuente potencial de no pocos problemas. Mientras haya millones de personas que no tienen cu¬biertas las necesidades básicas de la vida —alimentación adecua¬da, vivienda, educación, atención médica—, la desigualdad de tal distribución de la riqueza es un escándalo. Si se diera el caso de que todo el mundo tuviera sus necesidades sobradamente cubier¬tas y que incluso tuviera algo más, entonces sería sostenible llevar un estilo de vida totalmente lujoso. Si eso fuera lo que un determinado individuo de veras desease, sería difícil defender la necesidad de abstenerse de poner en práctica su derecho a vivir como más le plazca. Sin embargo, las cosas no son así. En este mundo en que vivimos hay regiones en las que se desperdician los excedentes de la producción, mientras que otras personas que no viven lejos de dichas regiones —nuestros congéneres, y hay niños inocentes entre ellos— se ven reducidas a vivir de lo que encuen¬tren entre los desperdicios* y muchas pasan hambre. Así las cosas, aunque no puedo decir que la vida lujosa que llevan los ri¬cos sea algo erróneo por sí mismo, siempre y cuando empleen su propio dinero y no lo hayan adquirido de manera deshonesta, sí digo que es indigna, y también que nos perjudica.

Por si fuera poco, me llama la atención que el estilo de vida de los ricos sea tan a menudo de una complejidad absurda e in¬cluso tremenda. Un amigo mío que se alojó una temporada con una familia extremadamente rica me dijo que cada vez que se ba¬ñaban en la piscina les daban un albornoz para que se lo pusie¬ran después, y que el albornoz era distinto cada vez que utili¬zaban la piscina, aun cuando lo hicieran varias veces a lo largo del día. ¡Es extraordinario! Es incluso ridículo. No entiendo de qué modo aumenta la comodidad de nadie el hecho de vivir de esta manera. Como seres humanos, no tenemos más que un estómago: la cantidad de alimentos que podemos ingerir tiene su límite. Del mismo modo, no tenemos más que diez dedos hábiles: es imposible que pretendamos ponernos un centenar de anillos. Al margen de los argumentos que pueda haber en lo tocante a la elección, la cantidad adicional que podamos tener no tiene ningún sentido cuando de hecho ya llevamos un anillo. Los demás serán del todo inservibles, cada uno de ellos en su caja correspondiente. El uso apropiado de la riqueza, tal como expliqué a los miembros de una familia de la India que gozaba de una prosperidad inmensa, radica en las donaciones filantrópi¬cas. En este caso en particular, les di a entender —ya que me lo habían preguntado— que, quizás, lo más aconsejable sería des¬tinar su dinero a la educación. El futuro del mundo está en ma¬nos de los niños de hoy en día. Por tanto, si deseamos crear las condiciones para que la sociedad sea más compasiva y, por con¬siguiente, más justa, es fundamental que eduquemos a nuestros hijos de modo que sean seres humanos responsables y atentos al cuidado de los demás. Cuando una persona es rica desde su na¬cimiento, o cuando adquiere la riqueza por otros medios, dispo¬ne de una oportunidad fenomenal para beneficiar a los demás. Qué despilfarro, pues, que esa oportunidad se eche a perder por una excesiva facilidad para ocuparse solamente de sí mismo.

Tengo la poderosa sensación de que vivir en el lujo es algo sumamente inapropiado, hasta el punto de que cada vez que me alojo en un hotel caro y veo a otras personas que comen y beben sin reparar en los gastos, mientras que fuera del hotel encuentro a personas que siquiera tienen dónde pasar la noche, me sien¬to sumamente alterado. Mi sensación viene reforzada porque no me considero en modo alguno distinto de los ricos ni de los pobres. Todos somos iguales en la búsqueda de la felicidad y en nuestra aspiración a evitar el sufrimiento. Y todos tenemos un mismo derecho a esa felicidad. A resultas de ello, tengo la impre¬sión de que si viese una manifestación de trabajadores en esos momentos, no dudaría en sumarme a ellos. Sin embargo, qué duda cabe, la persona que escribe estas reflexiones es una de las que disfruta de las comodidades de ese hotel de lujo. Es eviden¬te que debo dar un paso más. Es verdad, asimismo, que poseo varios relojes de pulsera de un gran valor. Y así como a veces pienso que si los vendiera podría construir algunas chozas para los pobres, por el momento no se me ha ocurrido {hacer tal cosa. Del mismo modo, tengo la impresión cierta de que si observase una dieta vegetariana estricta, no sólo daría un mejor ejemplo a los demás, sino que también ayudaría en la medida de lo posi¬ble a salvar la vida de animales inocentes.
Por el momento no lo he hecho, y por tanto debo reconocer que se produce una cierta discrepancia entre mis principios y mi manera de ponerlos en práctica, al menos en algunos terrenos. Al mismo tiempo, no se me pasa por la cabeza que todo el mundo deba o pueda ser como el Mahatma Gandhi y llevar la vida de un pobre campesino. Una dedicación así es algo maravilloso, digno de gran admiración. La contraseña ha de ser «en la medida de nuestras posibilida¬des», sin llegar a ningún extremo.

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