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martes, 16 de marzo de 2010

Lectura del seminario de cómo enseñar historia

Como la vez pasada, para llegar a la lectura es necesario entrar a http://alfarural2010.wordpress.com y hacer click donde dice: "El sentido de la historia". Recuerden que, una vez leído el texto, hay que generar dos preguntas que puedan abrir una discusión.
Por favor lean todos para el jueves.

sábado, 20 de febrero de 2010

Lecturas para el seminario de ismos

Puesto que hay un problema y no podemos subirlas directamente, para llegar a las lecturas para el seminario, hay que ir a la página: http://alfarural2010.wordpress.com/. Una vez ahí, hay que hacer click en donde dice "Seminario ismos". Por favor lean, es muy necesario.
Cualquier duda: luisd1992@hotmail.com

Muchos saludos.

lunes, 1 de febrero de 2010

Herramientas Para el Desarrollo Rural

El link posteado a continuación es del libro recomendado acerca del seminario diagnóstico. http://www.e-indigenas.gob.mx/wb2/eMex/eMex_80_Herramientas_para_el_Desarrollo_Rural_Part

domingo, 17 de enero de 2010

Link para el discurso de Allende (seminario del 14 de enero)

La página a continuación perimte leer el discurso y escucharlo:
http://www.ciudadseva.com/textos/otros/ultimodi.htm

martes, 12 de enero de 2010

PRIMERA CARTA

Enseñar - aprender. Lectura del mundo - lectura de la palabra


Ningún tema puede ser más adecuado como objeto de esta primera carta para quien se atreve a enseñar que el significado crítico de ese acto, así como el significado igualmente crítico de aprender. Es que el enseñar no existe sin el aprender, y con esto quiero decir más de lo que diría si dijese que el acto de enseñar exige la existencia de quien enseña y de quien aprende. Quiero decir que el enseñar y el aprender se van dando de manera tal que por un lado, quien enseña aprende porque reconoce un conocimiento antes aprendido y, por el otro, porque observando la manera como la curiosidad del alumno aprendiz trabaja para aprehender lo que se le está enseñando, sin lo cual no aprende, el educador se ayuda a descubrir dudas, aciertos y errores.
El aprendizaje del educador, al enseñar, no se da necesariamente a través de la rectificación de los errores que comete el aprendiz. El aprendizaje del educador al educar se verifica en la medida en que el educador humilde y abierto se encuentre permanentemente disponible para repensar lo pensado, revisar sus posiciones; en que busca involucrarse con la curiosidad del alumno y los diferentes caminos y senderos que ella lo hace recorrer. Algunos de esos caminos y algunos de esos senderos que a veces recorre la curiosidad casi virgen de los alumnos están cargados de sugerencias, de preguntas que el educador nunca había percibido antes. Pero ahora, al enseñar, no como un burócrata de la mente sino reconstruyendo los caminos de su curiosidad —razón por la que su cuerpo consciente, sensible, emocionado, se abre a las adivinaciones de los alumnos, a su ingenuidad y a su criticidad— el educador que actúe así tiene un momento rico de su aprender en el acto de enseñar. El educador aprende primero a enseñar, pero también aprende a enseñar al enseñar algo que es reaprendido por estar siendo enseñado.
No obstante, el hecho de que enseñar enseña al educador a enseñar un cierto contenido, no debe significar en modo alguno que el educador se aventure a enseñar sin la competencia necesaria para hacerlo. Esto no lo autoriza a enseñar lo que no sabe. La responsabilidad ética, política y profesional del educador le impone el deber de preparar- se, de capacitarse, de graduarse antes de iniciar su actividad docente. Esa actividad exige que su preparación, su capacitación y su graduación se transformen en procesos permanentes. Su experiencia docente, si es bien percibida y bien vivida, va dejando claro que requiere una capacitación permanente del educador. Capacitación que se basa en el análisis crítico de su práctica.
Partamos de la experiencia de aprender, de conocer, por parte de quien se prepara para la tarea docente, que necesariamente implica el estudiar. Obviamente, no es mi intención escribir prescripciones que deban ser seguidas rigurosamente, lo que significaría una contradicción frontal con todo lo que he dicho hasta ahora. Por el contrario, lo que aquí me interesa de acuerdo con el espíritu del libro en sí, es desafiar a sus lectores y lectoras sobre ciertos puntos o aspectos, insistiendo en que siempre hay algo diferente para hacer en nuestra vida educativa cotidiana, ya sea que participemos en ella como aprendices y por lo tanto educadores, o como educadores y por eso aprendices también.

No me gustaría dar la impresión, sin quererlo, de estar dejando absolutamente clara la cuestión del estudiar, del leer, del observar, del reconocer las relaciones entre los objetos para conocerlos. Estoy intentando aclarar algunos puntos que merecen nuestra atención en la comprensión crítica de estos procesos.
Comencemos por estudiar, que al incluir el enseñar del educador, incluye también por un lado el aprendizaje anterior. y concomitante de quien enseña y el aprendizaje del principiante que se prepara para enseñar en el mañana o rehace su saber para enseñar mejor hoy, y por otro lado el aprendizaje de quien, aún niño, se encuentra en los comienzos de su educación.
Como preparación del sujeto para aprender, estudiar es en primer lugar un quehacer crítico, creador, recreador, no importa si yo me comprometo con él a través de la lectura de un texto que trata o discute un cierto contenido que me ha sido propuesto por la escuela o silo realizo partiendo de una reflexión crítica sobre cierto suceso social o natural, y que como necesidad de la propia reflexión me conduce a la lectura de textos que mi curiosidad y mi experiencia intelectual me sugieren o que me son sugeridos por otros.
Siendo así, en el nivel de una posición crítica que no dicotomiza el saber del sentido común del otro saber, más sistemático o de mayor exactitud, sino que busca una síntesis de los contrarios, el acto de estudiar siempre implica el de leer, aunque no se agote en éste. De leer el mundo, de leer la palabra y así leer la lectura del mundo hecha anteriormente. Pero leer no es mero entretenimiento ni tampoco es un ejercicio de memorización mecánica de ciertos fragmentos del texto.
Si en realidad estoy estudiando, estoy leyendo seriamente, no puedo pasar una página si no he conseguido alcanzar su significado con relativa claridad. Mi salida no es memorizar trozos del texto leyéndolos mecánicamente dos, tres o cuatro veces y luego cerrando los ojos y tratando de repetirlos como si su fijación puramente maquinal me brindase el conocimiento que necesito.
Leer es una opción inteligente, difícil, exigente, pero gratificante. Nadie lee o estudia auténticamente si no asume, frente al texto o al objeto de la curiosidad, la forma crítica de ser o de estar siendo sujeto de la curiosidad, sujeto de lectura, sujeto del proceso de conocer en el que se encuentra. Leer es procurar o buscar crear la comprensión de lo leído; de ahí la importancia de la enseñanza correcta de la lectura y de la escritura, entre otros puntos fundamentales. Es que enseñar a leer es comprometerse con una experiencia creativa alrededor de la comprensión. De la comprensión y de la comunicación. Y la experiencia de la comprensión será tanto más profunda cuanto más capaces seamos de asociar en ella —jamás dicotomizar— los conceptos que emergen en la experiencia escolar procedentes del mundo de lo cotidiano. Un ejercicio crítico siempre exigido por la lectura y necesariamente por la escritura es el de cómo franquear fácilmente el pasaje de la experiencia sensorial, característica de lo cotidiano, a la generalización que se opera en el lenguaje escolar, y de éste a lo concreto tangible. Una de las formas para realizar este ejercicio consiste en la práctica a la que me vengo refiriendo como “lectura de la lectura anterior del mundo”, entendiendo aquí como “lectura del mundo” la “lectura” que antecede a la lectura de la palabra y que persiguiendo igualmente la comprensión del objeto se hace en el dominio de lo cotidiano. La lectura de la palabra, haciéndose también búsqueda de la comprensión del texto y por lo tanto de los objetos referidos en él, nos remite ahora a la lectura anterior del mundo. Lo que me parece fundamental dejar bien claro es que la lectura del mundo que se hace a partir de la experiencia sensorial no es suficiente. Pero por otro lado tampoco puede ser despreciada como inferior por la lectura hecha a partir del mundo abstracto de los conceptos y que va de la generalización a lo tangible.
En cierta ocasión una alfabetizadora nordestina discutía, en su círculo de cultura, una codificación 6 que representaba a un hombre que, trabajando el barro, creaba un jarro con las manos. Discutían sobre lo que es la cultura a través de la “lectura” de una serie de codificaciones, que en el fondo son representaciones de la realidad concreta. El concepto de cultura ya había sido aprehendido por el grupo a través del esfuerzo de comprensión que caracteriza la lectura del mundo y/o de la palabra. En su experiencia anterior, cuya memoria ella guardaba en su interior, su comprensión del proceso en el que el hombre, trabajando con el barro, creaba el jarro, comprensión gestada sensorialmente, le decía que hacer el jarro era una forma de trabajo con la cual, concretamente, se mantenía. Así como el jarro no era sino el objeto, producto del trabajo, que una vez vendido posibilitaba su vida y la de su familia.
Ahora bien, yendo un poco mas allá de la experiencia sensorial, superándola un poco, daba un paso fundamental:
alcanzaba la capacidad de generalizar que caracteriza a la “experiencia escolar”. Crear el jarro a través del trabajo transformador sobre el barro no era sólo la forma de sobrevivir sino también de hacer cultura, de hacer arte. Fue por eso por lo que, releyendo su anterior lectura del mundo y de los quehaceres en el mundo, aquella alfabetizadora flordestina dijo segura y orgullosa: “Hago cultura. Hago esto.”
En otra ocasión presencié una experiencia semejante desde el punto de vista de la inteligencia del comportamiento de las personas. Ya me he referido a este hecho en otro trabajo anterior pero no hace mal que ahora lo retome.
Estaba yo en la isla de Sao Tomé, en África Occidental, en el golfo de Guinea. Participaba en el primer curso de capacitación para alfabetizadores junto a educadores y educadoras nacionales.
Un pequeño pueblo de la región pesquera llamado Porto Mont había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sugerido a los miembros del equipo nacional que la capacitación de los educadores y de las educadoras no se efectuase siguiendo ciertos métodos tradicionales que separan la teoría de la práctica. Ni tampoco a través de ningún tipo de trabajo dicotomizante de la teoría y la práctica que menospreciase la teoría, negándole toda importancia y enfatizando exclusivamente la práctica como la única valedera, o bien negase la práctica atendiendo exclusivamente a la teoría. Por el contrario, mi intención era que desde el comienzo del curso viviésemos la relación contradictoria que hay entre la teoría y la práctica, la cual será objeto de análisis en una de mis cartas.
Por esta razón yo rechazaba cualquier forma de trabajo en que se reservasen los primeros momentos del curso para las exposiciones llamadas teóricas, sobre el tema fundamental de la capacitación de los futuros educadores y educadoras. Momento éste para los discursos de algunas personas, consideradas como las más capaces para hablarle a los otros.
Mi convicción era otra. Pensaba en una forma de trabajo en que en una misma mañana se hablase de algunos conceptos-clave ——codificación y descodificación, por ejemplo— como si estuviésemos en un momento de presentaciones, sin pensar ni por un instante que la presentación de ciertos conceptos fuese suficiente para dominar la comprensión de los mismos. Eso lo lograría la discusión crítica sobre la práctica en que iban a iniciarse.
Así, la idea básica, aceptada y puesta en práctica, era la de que los jóvenes que se preparasen para la tarea de educadoras y educadores populares debían coordinar las discusiones sobre codificaciones en un círculo de cultura de veinticinco participantes. Los participantes del círculo de cultura tenían conciencia de que se trataba de un trabajo de capacitación de educadores. Antes del comienzo se discutió con ellos su tarea política —la de ayudarnos en el esfuerzo de capacitación sabiendo que iban a trabajar con jóvenes en pleno proceso de capacitación. Sabían que ellos, así como los jóvenes que iban a ser capacitados, jamás habían hecho lo que iban a hacer ahora. La única diferencia que los separaba radicaba en que los participantes solamente leían el mundo, mientras que los jóvenes que se iban a capacitar para la tarea de educadores ya también leían la palabra. Sin embargo, jamás habían discutido una codificación en esa forma ni habían tenido la más mínima experiencia de alfabetización con nadie.
En cada tarde del curso, con dos horas de trabajo con los veinticinco participantes, cuatro candidatos asumían la dirección de los debates. Los responsables del curso asistían en silencio, sin interferir, tomando sus notas. Al día siguiente, durante el seminario de evaluación y capacitación de cuatro horas, se discutían las equivocaciones, los errores y los aciertos de los candidatos en presencia de todo el grupo, desocultándose entre ellos, la teoría que se encontraba en su práctica.
Difícilmente se repetían los errores y las equivocaciones que se habían cometido y que habían sido analizados. La teoría emergía empapada de la práctica vivida.
Fue precisamente en una de esas tardes de capacitación, durante la discusión de una codificación que retrataba a Porto Mont, con sus casitas alineadas a la orilla de la playa frente al mar y con un pescador que dejaba su barco con un pescado en la mano, cuando dos de los participantes se levantaron como si se hubiesen puesto de acuerdo y caminaron hasta una ventana de la escuela en la que estábamos, y mirando a Porto Mont allá a lo lejos dijeron, volviéndose nuevamente hacia la codificación que representaba al pueblo: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.”
Hasta entonces, su “lectura” del lugar, de su mundo particular, una “lectura” hecha demasiado próxima del “texto”, que era el contexto del pueblo, no les había permitido ver a Porto Mont como realmente era. Había cierta “opacidad” que cubría y encubría a Porto Mont. La experiencia que estaban realizando de “tomar distancia” del objeto, en este caso de la codificación de Porto Mont, les permitía una nueva lectura más fiel al “texto”, vale decir, al contexto de Porto Mont. La “toma de distancia” que la “lectura” de la codificación les permitió, les posibilitó o los aproximó más a Porto Mont como “texto” que está siendo leído. Esa nueva lectura rehizo la lectura anterior, por eso dijeron: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.” Inmersos en la realidad de su pequeño mundo, no eran capaces de verla. “Tomando distancia” de ella emergieron y, así, la vieron como jamás la habían visto hasta entonces.

Estudiar es desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir sus relaciones con los otros objetos. Implica que el estudioso, sujeto del estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea.
Es por eso también por lo que enseñar no puede ser un simple proceso, como he dicho tantas veces, de transferencia de conocimientos del educador al aprendiz. Transferencia mecánica de la que resulta la memorización mecánica que ya he criticado. Al estudio crítico corresponde una enseñanza igualmente crítica que necesariamente requiere una forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo, la lectura del texto y la lectura del contexto.
La forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo está, por un lado, en la no negación del lenguaje simple, “desarmado”, ingenuo; en su no desvalorización por conformarse de conceptos creados en lo cotidiano, en el mundo de la experiencia sensorial; y por el otro en el rechazo de lo que se llama “lenguaje difícil”, imposible porque se desarrolla alrededor de conceptos abstractos. Por el contrario, la forma crítica de comprender y de realizar la lectura del texto y la del contexto no excluye ninguna de las dos formas de lenguaje o de sintaxis. Reconoce incluso que el escritor que utiliza el lenguaje científico, académico, al tiempo que debe tratar de ser más accesible, menos cerrado, más claro, menos difícil, más simple, no puede ser simplista.
Nadie que lee, que estudia, tiene el derecho de abandonar la lectura de un texto como difícil, por el hecho de no haber entendido lo que significa la palabra epistemología, por ejemplo.
Así como un albañil no puede prescindir de un conjunto de instrumentos de trabajo, sin los cuales no levantará las paredes de la casa que está construyendo, del mismo modo el lector estudioso precisa de ciertos instrumentos fundamentales sin los cuales no puede leer o escribir con eficiencia. Diccionarios, entre ellos el etimológico, el filosófico, el de sinónimos y antónimos, manuales de conjugación de los verbos, de los sustantivos y adjetivos, enciclopedias. La lectura comparativa de texto de otro autor que trate el mismo tema y cuyo lenguaje sea menos complejo.
Usar estos instrumentos de trabajo no es una pérdida de tiempo como muchas veces se piensa. El tiempo que yo utilizo, cuando leo y escribo o cuando escribo y leo, consultando enciclopedias y diccionarios, leyendo capítulos o trozos de libros que pueden ayudarme en un análisis más crítico de un tema, es tiempo fundamental de mi trabajo, de mi oficio placentero de leer o de escribir.
Como lectores no tenemos derecho a esperar, mucho menos a exigir, que los escritores realicen su tarea —la de escribir— y casi la nuestra —la de comprender lo escrito— explicando lo que quisieron decir con esto o con aquello a cada paso en el texto o en una nota al pie de la página. Su deber como escritores es escribir de un modo simple, escribir ligero, es facilitar, no dificultar, la comprensión del lector, pero no es darle las cosas hechas y prontas.
La comprensión de lo que se está leyendo o estudiando no sucede repentinamente como si fuera un milagro. La comprensión es trabajada, forjada por quien lee, por quien estudia, que al ser el sujeto de ella, debe instrumentarse para hacerla mejor. Por eso mismo leer, estudiar, es un trabajo paciente, desafiante, persistente. No es tarea para gente demasiado apresurada o poco humilde que, en vez de asumir sus deficiencias prefiere transferirlas al autor o a la autora del libro considerando que es imposible estudiarlo.
También hay que dejar bien claro que existe una relación necesaria entre el nivel del contenido del libro y el nivel de capacitación actual del lector. Estos niveles abarcan la experiencia intelectual del autor y del lector. La comprensión de lo que se lee tiene que ver con esa relación. Cuando la distancia entre esos niveles es demasiado grande, cuando uno no tiene nada que ver con el otro, todo esfuerzo en búsqueda de la comprensión es inútil. En este caso, no se está dando la consonancia entre el tratamiento indispensable de los temas por parte del autor del libro y la capacidad de aprehensión por parte del lector del lenguaje necesario para este tratamiento. Es por esto por lo que estudiar es una preparación para conocer, es un ejercicio paciente e impaciente de quien, sin pretenderlo todo de una sola vez, lucha para hacerse la oportunidad de conocer.
El tema del uso necesario de instrumentos indispensables para nuestra lectura y para nuestro trabajo de escribir, trae a colación el problema del poder adquisitivo del estudiante y de las maestras y maestros en vista de los costos elevados para obtener diccionarios básicos de la lengua, diccionarios filosóficos, etc. El poder consultar todo este material es un derecho que tienen todos los alumnos y los maestros, al que corresponde el deber de las escuelas de hacerles posible la consulta, equipando o creando sus bibliotecas con horarios realistas de estudio. Reivindicar este material es un derecho y un deber de los profesores y de los estudiantes.
Me gustaría retomar algo a lo que hice referencia anteriormente: la relación entre leer y escribir, entendidos como procesos que no se pueden separar. Como procesos que deben organizarse de tal modo que leer y escribir sean percibidos como necesarios para algo, como siendo alguna cosa que el niño necesita, como resaltó Vygotsky,8 y nosotros también.
En primer lugar la oralidad antecede a la grafía. pero la trae en sí desde el primer momento en que los seres humanos se volvieron socialmente capaces de ir expresándose a través de símbolos que decían algo de sus sueños, de sus miedos, de su experiencia social, de sus esperanzas, de sus prácticas.
Cuando aprendemos a leer, lo hacemos sobre lo escrito por alguien que antes aprendió a leer y a escribir. Al aprender a leer nos preparamos para, a continuación, escribir el habla que socialmente construimos.
En las culturas letradas, si no se sabe leer ni escribir no se puede estudiar, tratar de conocer, aprender la sustantividad del objeto, reconocer críticamente la razón de ser del objeto.
Uno de los errores que cometemos es el de dicotomizar el leer del escribir, y desde el comienzo de la experiencia en que los niños ensayan sus primeros pasos en la práctica de la lectura y de la escritura, tomamos estos procesos como algo desconectado del proceso general del conocer. Esta dicotomía entre leer y escribir nos acompaña siempre, como estudiantes y como maestros. “Tengo una enorme dificultad para hacer mi tesis. No sé escribir”, es la afirmación común que se escucha en los cursos de posgrado en que he participado. En el fondo, esto lamentablemente revela cuán lejos estamos de una comprensión crítica de lo que es estudiar y de lo que es enseñar.
Es preciso que nuestro cuerpo, que se va haciendo socialmente actuante, consciente, hablante, lector y “escritor”, se adueñe críticamente de su forma de ir siendo lo que forma parte de su naturaleza, Constituyéndose histórica y socialmente. Esto quiere decir que es necesario no sólo que nos demos cuenta de cómo estamos siendo, sino que nos asumamos plenamente como esos “seres programados para aprender” de los que nos habla François Jacob. Resulta necesario, entonces, que aprendamos a aprender, vale decir, que entre otras cosas le demos al lenguaje oral y escrito, a su uso, la importancia que le viene siendo reconocida científicamente
A los que estudiamos, a los que enseñamos —y por eso también estudiamos se nos impone junto con la necesaria lectura de textos, la redacción de notas, de fichas de lectura, la redacción de pequeños textos sobre las lecturas que realizamos. La lectura de buenos escritores, de buenos novelistas, de buenos poetas, de científicos, de filósofos que no temen trabajar su lenguaje en la búsqueda de la belleza, de la simplicidad y de la claridad.
Si nuestras escuelas, desde la más tierna edad de sus alumnos, se entregasen al trabajo de estimular en ellos el gusto por la lectura y la escritura, y ese gusto continuase siendo estimulado durante todo el tiempo de su escolaridad, posiblemente habría un número bastante menor de posgraduados hablando de su inseguridad o de su incapacidad para escribir.
Si el estudiar no fuese para nosotros casi siempre una carga, si leer no fuese una obligación amarga que hay que cumplir, si por el contrario estudiar y leer fuesen fuente de alegría y placer, de la que surge también el conocimiento indispensable con el cual nos movemos mejor en el mundo, tendríamos índices que revelarían una mejor calidad en nuestra educación. Es éste un esfuerzo que debe comenzar con los preescolares, intensificarse en el período de la alfabetización y continuar sin detenerse jamás.
La lectura de Piaget, de Vygotsky, de Emilia Ferreiro, de Madalena F. Weffort, entre otros, así como la lectura de especialistas que no tratan propiamente de la alfabetización sino del proceso de lectura, como Marisa Lajolo y Ezequiel T. da Silva, son de importancia indiscutible.
Pensando en la relación de intimidad entre pensar, leer y escribir, y en la necesidad que tenemos de vivir intensamente esa relación, yo sugeriría a quien pretenda experimentarla rigurosamente que se entregue a la tarea de escribir algo por lo menos tres veces por semana. Una nota sobre una lectura, un comentario sobre algún suceso del cual tomó conocimiento por la prensa, por la televisión, no importa. Una carta para un destinatario inexistente. Resulta muy interesante fechar los pequeños textos y guardarlos para someterlos a una evaluación crítica dos o tres meses después.
Nadie escribe si no escribe, del mismo modo que nadie nada si no nada.
Al dejar claro que el uso del lenguaje escrito, y por lo tanto de la lectura, está en relación con el desarrollo de las condiciones materiales de la sociedad, estoy subrayando que mi posición no es idealista.
Rechazando cualquier interpretación mecanicista de la historia, rechazo igualmente la idealista. La primera reduce la conciencia a la mera copia de las estructuras materiales de la sociedad, la segunda somete todo al todopoderosismo de la conciencia. Mi posición es otra. Entiendo que esas relaciones entre la conciencia y el mundo son dialécticas.

pero lo que no es correcto es esperar que las transformaciones materiales se procesen para después comenzar a enfrentar correctamente el problema de la lectura y la escritura.
La lectura crítica de los textos y del mundo tienen que ver con su cambio en proceso.

LA IMPORTANCIA DEL ACTO DE LEER

Al tratar de escribir acerca de la importancia del acto de leer, debo decir algunas cosas sobre las circunstancias que me han traído hoy aquí; sobre el proceso de elaboración de este libro, que supuso una comprensión crítica del acto de leer. Leer no consiste solamente en decodificar la palabra o el lenguaje escrito; antes bien, es un acto precedido por (y entrelazado con) el conocimiento de la realidad. El lenguaje y la realidad están interconectados dinámicamente. La comprensión que se alcanza a través de la lectura crítica de un texto implica percibir la relación que existe entre el texto y el contexto.
Cuando comencé a escribir acerca de la importancia del acto de leer, me sentí impulsado con entusiasmo a releer momentos fundamentales de mi propia práctica de la lectura, cuyos recuerdos conservaba entre las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi edad más temprana, cuando comenzó a formarse en mí una comprensión crítica del acto de leer. Al escribir este libro, establecí una distancia objetiva entre mí mismo y los momentos en los cuales se produjo en mi experiencia el acto de leer: primero, la lectura de la realidad, la pequeña realidad en la cual me movía; luego, la lectura de la palabra, que a lo largo de mi escolaridad no siempre fue la palabra-realidad.
Hasta donde puedo recordar para recuperar mi infancia más remota, el hecho de tratar de entender mi acto de leer la realidad particular en que me movía resultaba de la mayor importancia. Al entregarme a este esfuerzo, pude recrear y revivir, en el texto que estaba escribiendo, las experiencias que había vivido en la época en que aún no leía palabras. Me veo entonces en una típica casa de Recife, Brasil, aquella donde nací, rodeada de árboles. Algunos de los árboles eran para mí como personas, tal era la intimidad que nos unía. Jugaba protegido por su sombra, y en las ramas que se encontraban a mi alcance, experimenté los pequeños riesgos que me prepararon para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus dormitorios, sala, ático, terraza (que alojaba los helechos de mi madre), patio trasero, todo esto constituía mi primer mundo. Fue en este entorno donde comencé a gatear, gorjear, incorporarme, dar mis primeros pasos, pronunciar mis primeras palabras. Realmente, ese mundo especial se presentaba como el campo de mi actividad perceptiva y por lo tanto como objeto de mi primera lectura. Los textos, las palabras y las letras de ese contexto estaban encarnados en una serie de cosas, objetos y signos. Al percibirlos, yo me experimentaba a mí mismo, y cuanto más lo hacía, más aumentaba mi capacidad perceptiva. Aprendí a comprender las cosas, los objetos y los signos, utilizándolos en relación con mis hermanos mayores y con mis padres.
Los textos, palabras y letras de ese contexto estaban encarnados en el canto de los pájaros —tanagras, cazamoscas, tordos—, en el movimiento de las ramas sacudidas por los fuertes vientos que anunciaban tormenta; en los truenos y relámpagos; en las aguas de la lluvia que jugaban con la geografía, creando lagos, islas, ríos y arroyos. Los textos, palabras y letras de dicho contexto estaban encarnados también en el silbido del viento, en las nubes y en el color del cielo, y en su movimiento; en el color del follaje, en la forma de las hojas, la fragancia de las flores (rosas y jazmines); en los troncos de los árboles; en las cortezas de los frutos (las variadas tonalidades de un mismo fruto en diferentes momentos —el verde del mango cuando el fruto comienza a formarse, el verde del mango ya formado, el verde amarillento del mismo mango cuando comienza a madurar, los puntos negros que presenta un mango demasiado maduro—, la relación que existe entre estos colores, la fruta en desarrollo, su resistencia a nuestras manipulaciones y su sabor). Fue probablemente en esta época cuando aprendí el significado del verbo aplastar, viendo como lo hacían los demás y haciéndolo yo mismo.
Los animales eran también parte del mismo contexto: el modo en que los gatos de la familia se frotaban contra nuestras piernas, sus maullidos de irritación o de placer; el mal humor de Joli, el viejo perro negro de mi padre, cuando uno de los gatos se le acercaba demasiado mientras comía. En estos casos, el humor de Joli era totalmente diferente al que exhibía cuando de modo juguetón perseguía, cazaba y mataba a una de las muchas zarigüeyas que robaban las gallinas de mi abuela.
También formaba parte del contexto de mi realidad inmediata el universo lingüístico de mis mayores, y la expresión de sus creencias, gustos, temores y valores, que vinculaba mi realidad a otra más amplia cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por recuperar mi remota infancia, por comprender mí forma de leer la realidad particular en que me movía, recreé y reviví las experiencias de la época en que aún no leía palabras. Y surgió algo que parece relevante en el contexto general de aquellas reflexiones: mi miedo a los fantasmas. Durante mi infancia, la presencia de fantasmas era un tema de conversación permanente entre los adultos. Para aparecer en sus diferentes modalidades, los fantasmas necesitaban la oscuridad o la penumbra, lamentando la pena de sus culpas, riendo burlonamente, reclamando oraciones, indicando dónde estaba oculto su tesoro. Yo tenía probablemente unos siete años, y las calles del barrio en que nací estaban iluminadas por luz de gas. Cuando caía la noche, las elegantes farolas se entregaban a la varita mágica de los faroleros. Desde la puerta de mi casa yo solía observar la delgada figura del que trabajaba en mi calle, a medida que avanzaba de lámpara en lámpara con un rítmico balanceo, cargando sobre el hombro su larga varilla. Era una luz muy frágil, más aún que la que teníamos dentro de la casa; la luz no llegaba a disipar las sombras: antes bien, estas últimas acababan engulléndola.
No podría haber un entorno mejor que éste para las andanzas de los fantasmas. Recuerdo las noches en que, rodeado por mis propios temores, esperaba que pasara el tiempo, que la noche terminara, que llegara el amanecer, trayendo la luz y el canto de los pájaros de la mañana. Con la claridad del día, mis temores nocturnos agudizaban mi percepción de numerosos sonidos que se perdían en el bullicio de cada día, pero se acentuaban misteriosamente en el profundo silencio de la noche. Sin embargo, a medida que me familiarizaba con mi realidad y la comprendía mejor, al leerla mejor, mis temores disminuyeron.
Es importante añadir que leer mi realidad, que siempre fue básico para mí, no me hizo crecer prematuramente, al estilo de un racionalista vestido de niño. El hecho de ejercitar mi curiosidad infantil no la distorsionó, como tampoco el de comprender mi realidad hizo que me burlara de su misterioso encanto. En esta cuestión mis padres me estimularon mucho.
Ellos me introdujeron a la lectura de la realidad en un determinado momento de esta rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato. Descifrar la realidad fue algo que emergió con naturalidad de la lectura de mi realidad particular; no era algo sobreimpuesto. Yo aprendí a leer y escribir en el patio trasero de mi casa, a la sombra de los árboles de mango, con las palabras de mi realidad, más que con las de la realidad más amplia de mis padres. Mi pizarra fue el suelo, y utilicé palos como tizas.
Cuando ingresé en la escuela privada de Eunice Vascancello, ya sabía leer y escribir. Quisiera rendir aquí un sentido homenaje a Eunice, cuya reciente desaparición me produjo un profundo dolor. Eunice continuó y profundizó la tarea de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, la frase y la oración, nunca implicó una ruptura con la lectura de la realidad. Con ella, leer la palabra, significaba leer la palabra-realidad.
No hace mucho visité con profunda emoción la casa en que nací. Pisé el mismo suelo sobre el que por primera vez me incorporé, caminé, empecé a hablar y aprendí a leer. Era la misma realidad que se presentó originalmente a mi comprensión, a través de mi lectura de ella. Volví a ver algunos de los árboles de mi niñez. Los reconocí sin dificultad. Estuve a punto de abrazar sus gruesos troncos, que en mi infancia fuesen jóvenes. Luego me envolvió lo que quisiera llamar una suave y tranquila nostalgia, que emanaba de la casa, los árboles, la tierra. Dejé la casa sintiéndome contento, sintiendo la felicidad de alguien que se ha reencontrado con seres queridos.
Continuando con el esfuerzo de releer momentos fundamentales de las experiencias de mi niñez, mi adolescencia y mis primeros años de adulto —momentos en que tomó forma práctica la comprensión crítica de la importancia del acto de leer— quisiera volver al tiempo en que era estudiante secundario. Allí adquirí experiencia en la interpretación crítica de textos que leía en clase con la ayuda de la maestra portuguesa, que aún hoy recuerdo muy bien. Esos momentos no consistieron en simples ejercicios, destinados a que sólo advirtiéramos la existencia de la página que teníamos delante, con el fin de revisarla mecánicamente y deletrearla con monotonía, en vez de leerla de verdad. Esas no eran clases de lectura en el sentido tradicional, sino momentos en que los textos, incluyendo los del joven maestro José Pessoa, se ofrecían a nuestra inquieta búsqueda.
Tiempo después, como joven maestro portugués, experimenté intensamente la importancia del acto de leer y escribir —básicamente inseparables— con alumnos del primer año del bachillerato. Jamás reduje las reglas de sintaxis a diagramas que los alumnos debían digerir, ni siquiera las reglas referidas a la posición de las preposiciones después de ciertos verbos específicos, a las contracciones, o al acuerdo de género y número. Todo lo contrario, esto se presentaba a la curiosidad de los alumnos de un modo dinámico y lleno de vida, como objetos que había que descubrir en el cuerpo de los textos, ya fueran pertenecientes a los mismos alumnos o a escritores reconocidos, y no como algo estático cuyas características yo me limitaba a describir. Los estudiantes no tenían que memorizar mecánicamente la descripción, sino más bien aprender su significado subyacente. Sólo así podían saber cómo memorizarlo, cómo fijarlo. Memorizar mecánicamente la descripción de un objeto no significa conocer el objeto. Esa es la razón por la cual leer un texto como la pura descripción de un objeto (como una regla de sintaxis), y con la intención de memorizar la descripción, no constituye una lectura real ni genera conocimiento del objeto al cual se refiere el texto.
Creo que la insistencia de muchos maestros en el sentido de que los estudiantes lean una innumerable cantidad de libros por semestre, deriva de una comprensión equivocada de lo que significa leer. En mi vagabundeo por el mundo, no fueron pocas las ocasiones en que los estudiantes me hablaron de sus dificultades con esas extensas bibliografías, que debían ser devoradas más que verdaderamente leídas o estudiadas, de «clases de lectura» en el sentido antiguo, presentadas a los alumnos en nombre de la capacitación científica, y de las cuales tenían que rendir cuentas por medio de resúmenes de 1o leído. En algunas bibliografías llegué a encontrar referencias a páginas específicas de determinados capítulos de tal o cual libro que debían ser leídos, al estilo de «páginas 15 a 37».
hecho de insistir sobre una cierta cantidad de lectura que no apunta a una internalización o comprensión de los textos sino más bien a su memorización mecánica, revela una concepción mágica de la palabra escrita, concepción que no debe persistir. Desde otro ángulo, ésta es la misma concepción que encontramos en el escritor que identifica la calidad potencial de su trabajo con la cantidad de páginas que ha escrito. Sin embargo, uno de los documentos más importantes que existen —las Tesis sobre Feuerbach, de Marx— consta de sólo unas dos páginas y media.
Para evitar una interpretación equivocada de lo que estoy diciendo, es importante insistir en que mi crítica de la concepción mágica de la palabra no significa que yo adopte una posición irresponsable respecto de la obligación que tenemos todos —maestros y alumnos— de leer la literatura clásica de un tema determinado con seriedad, con el fin de apropiarnos de los textos y crear la disciplina intelectual sin la cual nuestra práctica como maestros y alumnos no resultaría viable.
Volviendo a ese enriquecedor momento de mí experiencia como maestro portugués: recuerdo vívidamente los momentos que pasé analizando el trabajo de Gilberto Freyre, Líns do Rego, Gradiiano Ramos, Jorge Amado. Solía llevar los textos de mi casa para leerlos con los alumnos, señalando aspectos sintácticos que estuviesen estrictamente vinculados al buen gusto de su lenguaje. A dicho análisis agregaba comentarios sobre las díferencias esenciales existentes entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Siempre concebí la enseñanza de la lectoescritura de adultos como un acto político, como un acto de conocimiento y por lo tanto como un acto creativo. Me resultaría imposible estar comprometido en un trabajo de memorización mecánica de sonidos de vocales, como en un ejercicio del estilo «ba-be-bi-bo-bu, la-le-li-lo-lu». Tampoco podría reducir el aprendizaje de la lectoescritura al aprendizaje de palabras, sílabas o letras, un proceso de enseñanza en el cual el maestro llena las mentes supuestamente vacías de los educandos con sus propias palabras. Por el contrarío, el estudiante es el sujeto del proceso de aprendizaje de la lectoescritura en tanto acto de conocimiento y de creación. El hecho de que necesite la ayuda del maestro, como en cualquier situación pedagógica, no significa que esa ayuda anule la creatividad y la responsabilidad del alumno en la construcción de su propio lenguaje escrito o en la lectura del mismo.
Cuando, por ejemplo, un maestro y un alumno toman un objeto con sus manos, tal como estoy haciendo ahora, ambos sienten el objeto, perciben el objeto y son capaces de expresar verbalmente qué es. Una persona analfabeta puede, al igual que yo, sentir un lápiz, percibirlo y decir lápiz. Pero yo, no obstante, no sólo puede sentirlo, percibirlo y nombrarlo, sino que además puedo escribir, y consecuentemente leer, lápiz. Aprender a leer y escribir significa crear y armar una expresión escrita para lo que puede decirse oralmente. El maestro no puede hacerlo por el alumno, puesto que es una tarea creativa de este ultimo.

No necesito profundizar más en lo que en diferentes ocasiones he desarrollado respecto del complejo proceso de enseñar lectoescritura a adultos. Quisiera, sin embargo, volver sobre un punto que se menciona en otra parte de este libro, por el significado que tiene para la comprensión crítica del acto de leer y escribir, y consecuentemente para el proyecto al cual me he dedicado, es decir, el de la enseñanza de adultos.
La lectura de la realidad siempre precede a la lectura de la palabra, así como la lectura de la palabra implica una continua lectura de la realidad. Tal como sugerí con anterioridad, este movimiento de la palabra a la realidad está siempre presente; incluso la palabra hablada fluye de la lectura de la realidad. Sin embargo, en cierta forma, podemos ir más allá y decir que la lectura de la palabra no está únicamente precedida por la lectura de la realidad, sino también por una cierta forma de escribirla o de reescribirla, es decir, de transformarla por medio de un trabajo consciente y práctico. Para mí, este movimiento dinámico es esencial en el proceso de alfabetización.
Por este motivo, siempre he insistido en que las palabras que se utilizan al organizar un programa de alfabetización provienen de lo que yo llamo «el universo de las palabras» de las personas que están aprendiendo, expresando su lenguaje real, sus ansiedades, temores, esperanzas y sueños, Las palabras deberían cargarse con el sentido de la experiencia existencial de los educandos, y no de la del educador. El examen de este universo de palabras nos proporcionan las palabras de la gente, plenas de realidad, palabras que provienen de su lectura de la realidad. Podemos entonces reintegrárselas insertas en lo que yo llamo «codificaciones», cuadros que representen situaciones reales. Por ejemplo, la palabra ladrillo puede ser inserta en una representación pictórica de un grupo de albañiles construyendo una casa.
No obstante, antes de dar forma escrita a la palabra popular, acostumbramos a estimular a los educandos con un grupo de situaciones codificadas, de modo que aprendan la palabra en vez de memorizarla mecánicamente. Decodificar o leer las situaciones representadas los conduce a una percepción crítica del significado de la cultura, al llevarlos a comprender de qué modo el trabajo de los seres humanos transforma la realidad. Básicamente, las representaciones de situaciones concretas permiten que la persona reflexione sobre sus interpretaciones de la realidad, previas a la lectura de la palabra. Esta lectura más crítica de su lectura previa (menos crítica) de la realidad, les permite comprender su indigencia de un modo diferente a la concepción fatalista que tienen a veces de la injusticia.
De este modo, una lectura crítica de la realidad, ya se produzca dentro del proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a las prácticas claramente políticas de movilización y organización,, constituye un instrumento de lo que Antonio Gramsci llama «contrahegemonía».
Para resumir, la lectura siempre implica una percepción, una interpretación
y una reescritura críticas de aquello que se lee.

miércoles, 6 de enero de 2010

Alfa está de Regreso

Hola Alfabetizadores se acabaron las vacaciones y el próximo seminario para Rural es el jueves 7 de enero para que regresen ya cargados de miles regalos y ganas. ;) El seminario será el correspondiente a Freire por lo que es muy importante que asistan. Saludos.