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martes, 12 de enero de 2010

LA IMPORTANCIA DEL ACTO DE LEER

Al tratar de escribir acerca de la importancia del acto de leer, debo decir algunas cosas sobre las circunstancias que me han traído hoy aquí; sobre el proceso de elaboración de este libro, que supuso una comprensión crítica del acto de leer. Leer no consiste solamente en decodificar la palabra o el lenguaje escrito; antes bien, es un acto precedido por (y entrelazado con) el conocimiento de la realidad. El lenguaje y la realidad están interconectados dinámicamente. La comprensión que se alcanza a través de la lectura crítica de un texto implica percibir la relación que existe entre el texto y el contexto.
Cuando comencé a escribir acerca de la importancia del acto de leer, me sentí impulsado con entusiasmo a releer momentos fundamentales de mi propia práctica de la lectura, cuyos recuerdos conservaba entre las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi edad más temprana, cuando comenzó a formarse en mí una comprensión crítica del acto de leer. Al escribir este libro, establecí una distancia objetiva entre mí mismo y los momentos en los cuales se produjo en mi experiencia el acto de leer: primero, la lectura de la realidad, la pequeña realidad en la cual me movía; luego, la lectura de la palabra, que a lo largo de mi escolaridad no siempre fue la palabra-realidad.
Hasta donde puedo recordar para recuperar mi infancia más remota, el hecho de tratar de entender mi acto de leer la realidad particular en que me movía resultaba de la mayor importancia. Al entregarme a este esfuerzo, pude recrear y revivir, en el texto que estaba escribiendo, las experiencias que había vivido en la época en que aún no leía palabras. Me veo entonces en una típica casa de Recife, Brasil, aquella donde nací, rodeada de árboles. Algunos de los árboles eran para mí como personas, tal era la intimidad que nos unía. Jugaba protegido por su sombra, y en las ramas que se encontraban a mi alcance, experimenté los pequeños riesgos que me prepararon para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus dormitorios, sala, ático, terraza (que alojaba los helechos de mi madre), patio trasero, todo esto constituía mi primer mundo. Fue en este entorno donde comencé a gatear, gorjear, incorporarme, dar mis primeros pasos, pronunciar mis primeras palabras. Realmente, ese mundo especial se presentaba como el campo de mi actividad perceptiva y por lo tanto como objeto de mi primera lectura. Los textos, las palabras y las letras de ese contexto estaban encarnados en una serie de cosas, objetos y signos. Al percibirlos, yo me experimentaba a mí mismo, y cuanto más lo hacía, más aumentaba mi capacidad perceptiva. Aprendí a comprender las cosas, los objetos y los signos, utilizándolos en relación con mis hermanos mayores y con mis padres.
Los textos, palabras y letras de ese contexto estaban encarnados en el canto de los pájaros —tanagras, cazamoscas, tordos—, en el movimiento de las ramas sacudidas por los fuertes vientos que anunciaban tormenta; en los truenos y relámpagos; en las aguas de la lluvia que jugaban con la geografía, creando lagos, islas, ríos y arroyos. Los textos, palabras y letras de dicho contexto estaban encarnados también en el silbido del viento, en las nubes y en el color del cielo, y en su movimiento; en el color del follaje, en la forma de las hojas, la fragancia de las flores (rosas y jazmines); en los troncos de los árboles; en las cortezas de los frutos (las variadas tonalidades de un mismo fruto en diferentes momentos —el verde del mango cuando el fruto comienza a formarse, el verde del mango ya formado, el verde amarillento del mismo mango cuando comienza a madurar, los puntos negros que presenta un mango demasiado maduro—, la relación que existe entre estos colores, la fruta en desarrollo, su resistencia a nuestras manipulaciones y su sabor). Fue probablemente en esta época cuando aprendí el significado del verbo aplastar, viendo como lo hacían los demás y haciéndolo yo mismo.
Los animales eran también parte del mismo contexto: el modo en que los gatos de la familia se frotaban contra nuestras piernas, sus maullidos de irritación o de placer; el mal humor de Joli, el viejo perro negro de mi padre, cuando uno de los gatos se le acercaba demasiado mientras comía. En estos casos, el humor de Joli era totalmente diferente al que exhibía cuando de modo juguetón perseguía, cazaba y mataba a una de las muchas zarigüeyas que robaban las gallinas de mi abuela.
También formaba parte del contexto de mi realidad inmediata el universo lingüístico de mis mayores, y la expresión de sus creencias, gustos, temores y valores, que vinculaba mi realidad a otra más amplia cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por recuperar mi remota infancia, por comprender mí forma de leer la realidad particular en que me movía, recreé y reviví las experiencias de la época en que aún no leía palabras. Y surgió algo que parece relevante en el contexto general de aquellas reflexiones: mi miedo a los fantasmas. Durante mi infancia, la presencia de fantasmas era un tema de conversación permanente entre los adultos. Para aparecer en sus diferentes modalidades, los fantasmas necesitaban la oscuridad o la penumbra, lamentando la pena de sus culpas, riendo burlonamente, reclamando oraciones, indicando dónde estaba oculto su tesoro. Yo tenía probablemente unos siete años, y las calles del barrio en que nací estaban iluminadas por luz de gas. Cuando caía la noche, las elegantes farolas se entregaban a la varita mágica de los faroleros. Desde la puerta de mi casa yo solía observar la delgada figura del que trabajaba en mi calle, a medida que avanzaba de lámpara en lámpara con un rítmico balanceo, cargando sobre el hombro su larga varilla. Era una luz muy frágil, más aún que la que teníamos dentro de la casa; la luz no llegaba a disipar las sombras: antes bien, estas últimas acababan engulléndola.
No podría haber un entorno mejor que éste para las andanzas de los fantasmas. Recuerdo las noches en que, rodeado por mis propios temores, esperaba que pasara el tiempo, que la noche terminara, que llegara el amanecer, trayendo la luz y el canto de los pájaros de la mañana. Con la claridad del día, mis temores nocturnos agudizaban mi percepción de numerosos sonidos que se perdían en el bullicio de cada día, pero se acentuaban misteriosamente en el profundo silencio de la noche. Sin embargo, a medida que me familiarizaba con mi realidad y la comprendía mejor, al leerla mejor, mis temores disminuyeron.
Es importante añadir que leer mi realidad, que siempre fue básico para mí, no me hizo crecer prematuramente, al estilo de un racionalista vestido de niño. El hecho de ejercitar mi curiosidad infantil no la distorsionó, como tampoco el de comprender mi realidad hizo que me burlara de su misterioso encanto. En esta cuestión mis padres me estimularon mucho.
Ellos me introdujeron a la lectura de la realidad en un determinado momento de esta rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato. Descifrar la realidad fue algo que emergió con naturalidad de la lectura de mi realidad particular; no era algo sobreimpuesto. Yo aprendí a leer y escribir en el patio trasero de mi casa, a la sombra de los árboles de mango, con las palabras de mi realidad, más que con las de la realidad más amplia de mis padres. Mi pizarra fue el suelo, y utilicé palos como tizas.
Cuando ingresé en la escuela privada de Eunice Vascancello, ya sabía leer y escribir. Quisiera rendir aquí un sentido homenaje a Eunice, cuya reciente desaparición me produjo un profundo dolor. Eunice continuó y profundizó la tarea de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, la frase y la oración, nunca implicó una ruptura con la lectura de la realidad. Con ella, leer la palabra, significaba leer la palabra-realidad.
No hace mucho visité con profunda emoción la casa en que nací. Pisé el mismo suelo sobre el que por primera vez me incorporé, caminé, empecé a hablar y aprendí a leer. Era la misma realidad que se presentó originalmente a mi comprensión, a través de mi lectura de ella. Volví a ver algunos de los árboles de mi niñez. Los reconocí sin dificultad. Estuve a punto de abrazar sus gruesos troncos, que en mi infancia fuesen jóvenes. Luego me envolvió lo que quisiera llamar una suave y tranquila nostalgia, que emanaba de la casa, los árboles, la tierra. Dejé la casa sintiéndome contento, sintiendo la felicidad de alguien que se ha reencontrado con seres queridos.
Continuando con el esfuerzo de releer momentos fundamentales de las experiencias de mi niñez, mi adolescencia y mis primeros años de adulto —momentos en que tomó forma práctica la comprensión crítica de la importancia del acto de leer— quisiera volver al tiempo en que era estudiante secundario. Allí adquirí experiencia en la interpretación crítica de textos que leía en clase con la ayuda de la maestra portuguesa, que aún hoy recuerdo muy bien. Esos momentos no consistieron en simples ejercicios, destinados a que sólo advirtiéramos la existencia de la página que teníamos delante, con el fin de revisarla mecánicamente y deletrearla con monotonía, en vez de leerla de verdad. Esas no eran clases de lectura en el sentido tradicional, sino momentos en que los textos, incluyendo los del joven maestro José Pessoa, se ofrecían a nuestra inquieta búsqueda.
Tiempo después, como joven maestro portugués, experimenté intensamente la importancia del acto de leer y escribir —básicamente inseparables— con alumnos del primer año del bachillerato. Jamás reduje las reglas de sintaxis a diagramas que los alumnos debían digerir, ni siquiera las reglas referidas a la posición de las preposiciones después de ciertos verbos específicos, a las contracciones, o al acuerdo de género y número. Todo lo contrario, esto se presentaba a la curiosidad de los alumnos de un modo dinámico y lleno de vida, como objetos que había que descubrir en el cuerpo de los textos, ya fueran pertenecientes a los mismos alumnos o a escritores reconocidos, y no como algo estático cuyas características yo me limitaba a describir. Los estudiantes no tenían que memorizar mecánicamente la descripción, sino más bien aprender su significado subyacente. Sólo así podían saber cómo memorizarlo, cómo fijarlo. Memorizar mecánicamente la descripción de un objeto no significa conocer el objeto. Esa es la razón por la cual leer un texto como la pura descripción de un objeto (como una regla de sintaxis), y con la intención de memorizar la descripción, no constituye una lectura real ni genera conocimiento del objeto al cual se refiere el texto.
Creo que la insistencia de muchos maestros en el sentido de que los estudiantes lean una innumerable cantidad de libros por semestre, deriva de una comprensión equivocada de lo que significa leer. En mi vagabundeo por el mundo, no fueron pocas las ocasiones en que los estudiantes me hablaron de sus dificultades con esas extensas bibliografías, que debían ser devoradas más que verdaderamente leídas o estudiadas, de «clases de lectura» en el sentido antiguo, presentadas a los alumnos en nombre de la capacitación científica, y de las cuales tenían que rendir cuentas por medio de resúmenes de 1o leído. En algunas bibliografías llegué a encontrar referencias a páginas específicas de determinados capítulos de tal o cual libro que debían ser leídos, al estilo de «páginas 15 a 37».
hecho de insistir sobre una cierta cantidad de lectura que no apunta a una internalización o comprensión de los textos sino más bien a su memorización mecánica, revela una concepción mágica de la palabra escrita, concepción que no debe persistir. Desde otro ángulo, ésta es la misma concepción que encontramos en el escritor que identifica la calidad potencial de su trabajo con la cantidad de páginas que ha escrito. Sin embargo, uno de los documentos más importantes que existen —las Tesis sobre Feuerbach, de Marx— consta de sólo unas dos páginas y media.
Para evitar una interpretación equivocada de lo que estoy diciendo, es importante insistir en que mi crítica de la concepción mágica de la palabra no significa que yo adopte una posición irresponsable respecto de la obligación que tenemos todos —maestros y alumnos— de leer la literatura clásica de un tema determinado con seriedad, con el fin de apropiarnos de los textos y crear la disciplina intelectual sin la cual nuestra práctica como maestros y alumnos no resultaría viable.
Volviendo a ese enriquecedor momento de mí experiencia como maestro portugués: recuerdo vívidamente los momentos que pasé analizando el trabajo de Gilberto Freyre, Líns do Rego, Gradiiano Ramos, Jorge Amado. Solía llevar los textos de mi casa para leerlos con los alumnos, señalando aspectos sintácticos que estuviesen estrictamente vinculados al buen gusto de su lenguaje. A dicho análisis agregaba comentarios sobre las díferencias esenciales existentes entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Siempre concebí la enseñanza de la lectoescritura de adultos como un acto político, como un acto de conocimiento y por lo tanto como un acto creativo. Me resultaría imposible estar comprometido en un trabajo de memorización mecánica de sonidos de vocales, como en un ejercicio del estilo «ba-be-bi-bo-bu, la-le-li-lo-lu». Tampoco podría reducir el aprendizaje de la lectoescritura al aprendizaje de palabras, sílabas o letras, un proceso de enseñanza en el cual el maestro llena las mentes supuestamente vacías de los educandos con sus propias palabras. Por el contrarío, el estudiante es el sujeto del proceso de aprendizaje de la lectoescritura en tanto acto de conocimiento y de creación. El hecho de que necesite la ayuda del maestro, como en cualquier situación pedagógica, no significa que esa ayuda anule la creatividad y la responsabilidad del alumno en la construcción de su propio lenguaje escrito o en la lectura del mismo.
Cuando, por ejemplo, un maestro y un alumno toman un objeto con sus manos, tal como estoy haciendo ahora, ambos sienten el objeto, perciben el objeto y son capaces de expresar verbalmente qué es. Una persona analfabeta puede, al igual que yo, sentir un lápiz, percibirlo y decir lápiz. Pero yo, no obstante, no sólo puede sentirlo, percibirlo y nombrarlo, sino que además puedo escribir, y consecuentemente leer, lápiz. Aprender a leer y escribir significa crear y armar una expresión escrita para lo que puede decirse oralmente. El maestro no puede hacerlo por el alumno, puesto que es una tarea creativa de este ultimo.

No necesito profundizar más en lo que en diferentes ocasiones he desarrollado respecto del complejo proceso de enseñar lectoescritura a adultos. Quisiera, sin embargo, volver sobre un punto que se menciona en otra parte de este libro, por el significado que tiene para la comprensión crítica del acto de leer y escribir, y consecuentemente para el proyecto al cual me he dedicado, es decir, el de la enseñanza de adultos.
La lectura de la realidad siempre precede a la lectura de la palabra, así como la lectura de la palabra implica una continua lectura de la realidad. Tal como sugerí con anterioridad, este movimiento de la palabra a la realidad está siempre presente; incluso la palabra hablada fluye de la lectura de la realidad. Sin embargo, en cierta forma, podemos ir más allá y decir que la lectura de la palabra no está únicamente precedida por la lectura de la realidad, sino también por una cierta forma de escribirla o de reescribirla, es decir, de transformarla por medio de un trabajo consciente y práctico. Para mí, este movimiento dinámico es esencial en el proceso de alfabetización.
Por este motivo, siempre he insistido en que las palabras que se utilizan al organizar un programa de alfabetización provienen de lo que yo llamo «el universo de las palabras» de las personas que están aprendiendo, expresando su lenguaje real, sus ansiedades, temores, esperanzas y sueños, Las palabras deberían cargarse con el sentido de la experiencia existencial de los educandos, y no de la del educador. El examen de este universo de palabras nos proporcionan las palabras de la gente, plenas de realidad, palabras que provienen de su lectura de la realidad. Podemos entonces reintegrárselas insertas en lo que yo llamo «codificaciones», cuadros que representen situaciones reales. Por ejemplo, la palabra ladrillo puede ser inserta en una representación pictórica de un grupo de albañiles construyendo una casa.
No obstante, antes de dar forma escrita a la palabra popular, acostumbramos a estimular a los educandos con un grupo de situaciones codificadas, de modo que aprendan la palabra en vez de memorizarla mecánicamente. Decodificar o leer las situaciones representadas los conduce a una percepción crítica del significado de la cultura, al llevarlos a comprender de qué modo el trabajo de los seres humanos transforma la realidad. Básicamente, las representaciones de situaciones concretas permiten que la persona reflexione sobre sus interpretaciones de la realidad, previas a la lectura de la palabra. Esta lectura más crítica de su lectura previa (menos crítica) de la realidad, les permite comprender su indigencia de un modo diferente a la concepción fatalista que tienen a veces de la injusticia.
De este modo, una lectura crítica de la realidad, ya se produzca dentro del proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a las prácticas claramente políticas de movilización y organización,, constituye un instrumento de lo que Antonio Gramsci llama «contrahegemonía».
Para resumir, la lectura siempre implica una percepción, una interpretación
y una reescritura críticas de aquello que se lee.

1 comentario:

Proyecto Comunitario de Educación dijo...

¿De dónde sacaron esta lectura? No me gustó, siento que dice muy poco y que salta muy bruscamente de una idea a otra. Soy Ignacio Garza lo publico como PCE porque es la única cuenta que tengo, pero no hablo a nombre de toda lo comisión.

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